lunes, 25 de octubre de 2010

EL FIN DE LA PORNOGRAFÍA


El currículum literario de Chávez Castañeda, considerado el precursor de la autonombrada Generación del Crack, es más que respetable: el Premio Nacional de Cuento “San Luis Potosí”; el también de cuento y nacional “José Rubén Romero”, 1994; el de Literatura Infantil “Juan de la Cabada”, en 2000. Entre sus premiaciones internacionales destacan el otorgado en Cuba “Casa de las Américas”, 1999; y en dos ocasiones ha recibido el “Dashiell Hammett”, 1998 y 2002.


Después de títulos como La generación de los enterradores I y La generación de los enterradores II, Castañeda presenta su trabajo más reciente, publicado por Random House Mondadori (2005), El fin de la pornografía, primera entrega de la tetralogía “de los fines”. La anécdota de la que parte la novela es simple, un individuo despierta y se percata de que inexplicablemente ha sufrido una ablación, amortajado en las sábanas de la cama se halla su pene ensangrentado, un tanto lejos del sitio corporal que acostumbra y le pertenece.


Dicha premisa le sirve a Castañeda para intentar explorar la polisemia encubierta de la corporalidad, sus propiedades y márgenes expresivos. La mutilación del cuerpo, sondea el autor, va más allá del elemental desmembramiento, involucra una nueva toma de conciencia ante el mundo por parte del sujeto que lo padece, y, sobre todo, una reconfiguración del propio ser. “Un hombre sin verga: Yo sin Yo”.


El personaje protagonista después de sufrir la emasculación se ve en la necesidad de replantear su vida; resulta incapaz de reconocerse a sí mismo, y, por ende, cree imperativa la restructuración de la personalidad, se buscará un nuevo nombre, una nueva genealogía. La castración trae consigo la pérdida de la vinculación con la realidad que lo circunscribe, el protagonista toma conciencia de que se enfrenta también a otra clase de desprendimiento: el de la normalidad corpórea ante un orden existencial que parece indicar que no somos más que corporalidad, cuyo objetivo exclusivo y supremo es la sexualidad.


Después de la aprehensión de la fractura intrínseca entre el yo del personaje y el mundo, la novela en su segunda parte, “El Moridero”, accede a los terrenos de la exploración del sufrimiento poscastración. La reconstrucción individual emprendida por el protagonista no se consuma y cae en la disolución del ser. El Moridero es el lugar donde son ‘recluidos’ cientos de personas ‘enfermas de soledad y desintegración’; es una zona mental límbica, no muy lejana de los reinos de la locura, propicia para el enfrentamiento con la soledad y la disección corrosiva del sufrimiento personal. En este especie de sanatorio mental, el personaje buscará a los responsables de su sufrimiento e intentará encontrar su propia paz y redención, el resultado de ese descenso a los círculos del infierno individual será más que sorprendente.

Todo esto en un ambiente extraño, asfixiante, oscuro y hermético, que sitúa al lector en un estado constante de incertidumbre absoluta.
El fin de la pornografía es una novela claustrofóbica, dominan los espacios cerrados y opresivos, en primer lugar la habitación del personaje, después la acción ‘pasa’ a ese otro ‘espacio’ que es su mente. De lo anterior puede extraerse uno de los valores literarios del libro, es decir, una novela cuyas situaciones transcurren exclusivamente en la caótica psique del protagonista.

El drama ontológico lo desarrolla literariamente Chávez Castañeda con un ejemplar soliloquio, en la parte inicial de la historia, y después en segunda persona, ambos métodos narrativos nutridos de un estilo maduro. Su prosa se distingue por cierta crudeza poética cuyas metáforas y demás figuras retóricas no hacen pensar en mero artificio estilístico y sí en un acierto para incrementar lo irracional de la situación planteada y los procesos mentales en los que se debate el individuo creado por el autor.


Lamentablemente, el último ‘capítulo’ de la novela no cumple con las expectativas trazadas en los dos anteriores; pareciera que se trata de otra historia. No hay una conclusión de los hechos planteados al inicio, somos conscientes de que eso no es obligación, pero en este caso sí era imprescindible. Resulta curioso, pero lo anterior es una constante en algunas obras de los demás miembros de la generación mencionada, como Jorge Volpi en su novela El temperamento melancólico, y Eloy Urruz en Las rémoras.

El deseo de los pertenecientes al movimiento del Crack por involucrar preocupaciones multidisciplinarias en su trabajo narrativo termina por diluir propuestas que podrían satisfacer a cualquier lector benévolo. No obstante, es seguro que Ricardo Chávez Castañeda seguirá ganando premios.

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