
Más que aterrarme en la niñez, la idea del infierno dilapidó mi inocencia. Conocer que había un lugar específico para el castigo de la humanidad me llevó a saber de la existencia de la maldad, el pecado y los excesos. Lujuria, gula, soberbia y demás pecados capitales se sobrepusieron en mi interés a conceptos como cielo, paraíso, perdón divino, ángeles de la Guarda, etcétera.
En ocasiones, resultan curiosas las coincidencias que surgen cuando se realizan algunas lecturas. En Viaje a la Luna, de Cyrano de Bergerac, me encontré con una explicación infernal de por qué el movimiento de rotación de la Tierra. Cyrano intenta exponer al virrey de la Nueva Francia, hoy Canadá, los fundamentos de la teoría heliocéntrica de Copérnico. Pero el gobernante no la acepta y asegura que la verdadera razón de que el planeta se mueva es: “Porque estando el fuego del infierno encerrado en el centro de la Tierra, los condenados, al querer huir del ardor de su llama, empujan contra su bóveda para librarse de él, y de este modo la hacen girar”.
Hoy, en un portal noticioso de internet encontré una nota relacionada con lo anterior. Un escrito anónimo que tiene por título Applied Optics, fechado en 1872, asegura que la temperatura del infierno NO supera los 444 grados centígrados; como si esto representara alivio para los creyentes temerosos de Dios.
La revolución heliocentrista no concluyó con Copérnico. Años después, Giordano Bruno continuó con el desarrollo de la teoría. A consecuencia de su trabajo dentro de la incipiente física y astronomía, además de la magia y el arte de la memoria, Giordano sufrió un infierno a su medida: el 17 de febrero de 1600 fue quemado vivo en el, dicen, hermoso Campo Dei Fiori, Roma, por disposición del papa Clemente VIII. No existen registros de a cuántos grados centígrados ardió Bruno.
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